CURIOSIDADES EN
MEDICINA
Piroterapia.
Diego Bértola
Cátedra de Clínica Médica,
Facultad de Ciencias Médicas, Universidad Nacional de Rosario
Servicio de Clínica Médica,
Hospital Provincial del Centenario, Rosario
Es posible que la fiebre sea
la manifestación de enfermedad más antiguamente reconocida. Se encuentra
presente en descripciones escritas desde los inicios mismos de la historia, si
bien su significación ha variado mucho en las distintas culturas con el paso
del tiempo. Las civilizaciones más antiguas demostraron un extenso conocimiento
de la fiebre, la cual era temida por las personas e interpretada en general
como un castigo divino y como un indicador de muerte probable. Eso se mantuvo inalterable
durante siglos, hasta que en la antigua Grecia del siglo V a.C. los médicos
comenzaron a considerar la fiebre como un fenómeno beneficioso para el huésped
que cursaba una infección. Varios escritos que componen el Corpus hippocraticum dan cuenta de ello. Un nuevo cambio radical en
la connotación de la fiebre sucedió luego en el siglo XIX, cuando los médicos y
científicos que dieron origen a la medicina experimental volvieron a
considerarla como un fenómeno nocivo y muchas veces como una enfermedad en sí
misma. Surgen en esos años, de la mano de los avances en microbiología, los
nombres de muchas enfermedades llamadas “fiebres” (fiebre reumática, fiebre
tifoidea, fiebre de malta, fiebre amarilla, etc.). Claude Bernard (1813-1878),
el gran fisiólogo francés, describió el concepto de homeostasis, incluida la
térmica, y demostró que los animales morían rápidamente cuando la temperatura
excedía 5-6°C los valores normales, sugiriendo que la fiebre efectivamente era
dañina. En el mismo sentido, Sir William Osler (1849-1919) declaró por aquellos
tiempos: “la humanidad tiene tres
enemigos: la fiebre, la hambruna y la guerra, pero por lejos la fiebre es el
mayor”.1
La valoración que tiene hoy
la fiebre no es muy diferente, siendo su presencia un hecho francamente negativo.
En la actualidad la fiebre es uno de los motivos de consulta más frecuentes y
es causa habitual de preocupación de los padres en relación a sus hijos. En
concordancia, los antitérmicos se encuentran entre los fármacos más usados en
el mundo.2 Es indudable que son ciertas algunas consideraciones que
justifican, al menos parcialmente, ese temor tan visceral e inconsciente a la
fiebre: pueden generar convulsiones febriles en niños, y los efectos
metabólicos pueden ser peligrosos en pacientes con patología cardíaca o
respiratoria severa, o en aquellos cursando shock
séptico, por ejemplo.3 No obstante, un enfoque evolucionista
permite destacar ciertos argumentos acerca del beneficio potencial de la fiebre
durante el curso de una enfermedad. El aumento de la temperatura acelera de
manera notable una variedad de respuestas inmunológicas, incluyendo la
movilidad y la capacidad fagocítica de los leucocitos polimorfonucleares, y la
activación, proliferación y diferenciación de los linfocitos, así como la
producción de inmunoglobulinas y citocinas. La fiebre se asocia también con una
disminución de niveles circulantes de hierro libre, el cual es un nutriente
esencial para muchas bacterias patogénicas. Otro hecho importante es que muchos
virus disminuyen su tasa de replicación cuando la temperatura excede los 37°C,
y que algunas bacterias son definidamente termosensibles. Basándose en estas
observaciones, varios autores resaltan la posibilidad de ser tolerantes, en
cierta medida, con la fiebre. La controversia generada, no obstante, continúa
sin saldarse.4
Un hecho destacable en toda
esta febril historia de vaivenes, es que hace apenas un siglo la fiebre era usada como tratamiento para la
sífilis. Desde sus primeras descripciones (sin entrar en discusiones acerca de
su origen), la sífilis fue una enfermedad muy prevalente que sin tratamiento
evolucionaba de manera natural a lesiones crónicas muy incapacitantes, especialmente
las neurológicas. Entre éstas se encontraba la parálisis general progresiva,
uno de los síndromes tardíos de la neurosífilis, que
por ese entonces constituía una de las causas más frecuentes de demencia e
incapacidad motriz. Durante varios siglos el tratamiento de la sífilis giró
alrededor del mercurio, que se indicaba mayormente en forma de cloruro de
mercurio, una sal muy tóxica. Recién en 1910 Paul Ehrlich (1854-1915) introdujo
un compuesto arsenical, la arsfenamina, la cual se administraba de manera
conjunta con bismuto o mercurio. Si bien era un avance y las formas
primarias/secundarias mejoraban, los pacientes así tratados continuaban
evolucionando a formas de neurosífilis indefectiblemente.5
Julius Wagner-Jauregg
(1857-1940) fue un médico austríaco que, mientras concurría a la Universidad de
Viena, observó que los pacientes con ciertas enfermedades psiquiátricas
impresionaban mejorar cuando padecían una infección febril intercurrente. Esta
mejoría con la fiebre era particularmente notoria en aquellos pacientes afectados
por parálisis general progresiva. Durante algunos años estuvo perfeccionando un
método para generar fiebre de manera lo más controlada posible en estos
pacientes. Primero intentó inoculando Streptoccocus pyogenes, pero algunos casos de sepsis hicieron inviable
el método. Luego probó con tuberculina, pero el procedimiento era muy poco
reproducible y efectivo. En 1917 se le ocurrió la forma de generar fiebre
terapéutica de manera más apropiada: inoculó sangre de pacientes con malaria.
La ventaja consistía en provocar una enfermedad cíclicamente febril, con un
patógeno que provocaba una enfermedad leve (se usaba Plasmodium vivax y no Plasmodium falciparum, más agresivo) y con la
posibilidad de administrar un tratamiento efectivo, la quinina, si era necesario.
Había nacido la “piroterapia”, cuyos resultados fueron los mejores encontrados
hasta esos días, con una tasa de mejoría o completa remisión superior al 50% de
los casos. Ese descubrimiento le valió a Wagner-Jauregg el premio Nobel de
Medicina en 1927.6 La piroterapia (combinada con arsfenamina) continuó
siendo el tratamiento más efectivo y utilizado para parálisis general
progresiva, hasta que en 1943 Mahoney, Arnold y Harris usaron por primera vez penicilina en cuatro
pacientes, obteniendo la curación de todos ellos. Poco después de eso, la
penicilina pasó a ser el medicamento disponible más eficaz para el tratamiento
de la sífilis en cualquiera de sus formas.5, 6 La termosensibilidad del Treponema
pallidum es un hecho bien conocido, que permite
explicar la eficacia de la piroterapia. La enzima 3-fosfoglicerato mutasa (3-FGM) resulta ser inactivada a temperaturas
cercanas a 39-40°C. Dado que T. pallidum
sólo puede generar ATP a través de glucólisis, la 3-FGM es una enzima clave
para la viabilidad de la espiroqueta.7
En épocas de cambios
vertiginosos, el devenir de la fiebre nos recuerda que algunos demonios
actuales fueron santos no hace mucho.
Referencias
1. El-Radhi S. The
role of fever in the past and present. Med J Islamic World Acad Sci 19: 9-14, 2011.
2. Mackowiak P, y col. Concepts
of fever: recent advances and lingering dogma. Clin
Infect Dis 25: 119-38, 1997.
3. Mackowiak P. Physiological
rationale for suppression of fever. Clin Infect Dis 31(Suppl 5): S185-9, 2000.
4. Evans S, y col. Fever
and the thermal regulation of immunity: the immune system feels the heat.
Nat Rev Immunol 15: 335-49, 2015.
5. Ros-Vivancos C, y col. Evolution of treatment of syphilis through history. Rev Esp Quimioter 2018; 31: 485-92.
6. Chernin E. The malariatherapy
of neurosyphilis J Parasitol 70: 611-7, 1984.
7. Benoit S, y col. Treponema
pallidum 3-phosphoglycerate mutase is a heat-labile enzyme that may limit the
maximum growth temperature for the spirochete. J Bacteriol 183: 4702-8, 2001.